Guillermo Cacace, en busca de la palabra justa
En pleno corazón del barrio Balvanera, en Buenos Aires, se encuentra la sala Apacheta. Son cerca de las 14 horas de un día domingo y un grupo de personas se reúne afuera de Pasco 623. No están esperando entrar al último restaurant de moda ni tampoco tienen un almuerzo familiar. Ellos simplemente vienen al teatro.
Después de subir unas escaleras, un amplio espacio aparece. Iluminado por la luz natural, aquí no existe telón y los actores ya están en escena. Conversan, elongan, se preparan. También comparten mate con el público, ofrecen chipá –popular pan a base de mandioca– y algunos cojines para estar más cómodos.
Desde este primer gesto de bienvenida, Mi hijo sólo camina un poco más lento (una pieza croata) va desajustando las convenciones escénicas habituales. Despojado de artificios, el centro de gravedad recae sobre los actores. Sus cuerpos entrelazan gestos, movimientos y miradas para dar forma a una de las experiencias teatrales más vivas y potentes de la escena off porteña. ¿El responsable? Guillermo Cacace. Y aunque prefiera no personalizar los resultados, es innegable su aporte como agente aglutinador. La mezcla perfecta entre un buen texto, un elenco potente y un director capaz de llevarlo todo a escena.
Mi hijo sólo camina un poco más lento es la historia de una familia –¿croata, argentina, chilena?– que se prepara para celebrar el cumpleaños de Branko, un joven que cumple 25 años y sufre una enfermedad que lo obliga a estar en silla de ruedas. A partir de este hecho, múltiples situaciones ponen en escena los miedos, negaciones y frustraciones de una familia frente a la diferencia.
El montaje surge en el marco del Festival Internacional de Dramaturgia Europa + América. ¿Cómo fue ese primer encuentro con el texto Martinić?
Es la primera vez que trabajo con un texto de Ivor Martinić. Siempre me gusta contar que cuando el curador del festival, Matías Umpierrez, me ofrece participar, lo primero que contesté fue que no. Venía de un año muy ajetreado, y la verdad es que estaba muy cansado. Pero él insistió y me pidió que al menos leyera la obra. Él sabía muy bien lo que me decía, porque la leí y me pasó algo muy particular: tuve la percepción de que, sin saber, quería contar esas cosas. Intuía que en esos vínculos, en el modo en que pasaban, había algo que me convocaba.
¿Cómo fue el proceso de llevar este texto a escena?
Este fue un caso atípico. Generalmente lo primero que hago es lo que llamo un “dispositivo de sensibilización”. Trato de no entrar por un lado muy racional, sino por un lugar más sensible. Pero, en este caso, apenas los actores leyeron el material estaban completamente sensibilizados. No sé si se podría decir que todos llorábamos, pero sí que lloraba algo que estaba en el espacio. Ahí supe que no tenía que crear ningún dispositivo, que lo que tenía que hacer era dilatar ese tiempo y espacio. Más que montar un espectáculo, tenía que evitar que se desmontara eso que había pasado en primera instancia, pensar cómo hacer para que siguiera sucediendo.
Y eso justamente tiene que ver con una cierta estética de ensayo que, a falta de los complementos más habituales del teatro, le da su particularidad a la obra. ¿Qué te impulsó a optar por este tipo de estrategias?
Más que una estética, me interesa verlo como una ética. Pensar esta ética del ensayo como un lugar de prueba permanente, como si el ensayo nos permitiese en cada función decirnos “esto nunca va a estar terminado”. Me gusta pensar que no se trata de expresar algo, sino más bien dejar que se vea algo que está pasando. Y para dejar que se vea lo que está pasando, hay que despojar, no fabricar artificios.
Pero también es importante entender que esto no es una fórmula. Así es esta vez, es lo que se da con esta gente en este momento, y puede que no se repita nunca más ni en la vida de ellos como actores, ni en mí como director o en nuestra vida como grupo.
Si bien esta experiencia se da de manera particular con este elenco, ¿sientes que incorporas elementos que normalmente trabajas como director?
Eso es del orden de lo inevitable. Tal vez me cuesta identificarlo con claridad, porque una de las cosas que siempre me desafía es no copiarme. Me gusta entender que cada grupo y cada texto me plantean un mundo, cómo el encuentro con ese universo particular me modifica, cómo me altera en el mejor sentido de alteridad. De hecho, me gusta todo lo que tenga que ver con el encuentro. De chico jugaba muy sólo, porque durante unos años fui hijo único, y cuando por primera vez sentí que jugaba con otro fue en un taller de teatro. Desde ese momento, lo único que busco es ese placer de jugar con otros.
Además, este proyecto me impidió cosas que como director ansías controlar, como generar un lenguaje homogéneo en las actuaciones. Pero aquí era tan contundente la impronta actoral de cada uno que dije ¿por qué tengo que homogeneizar?, ¿no será posible, y tal vez mucho más interesante, crear algo juntos desde la diferencia? Es decir, la diferencia puesta a producir, no anularla en función de homogeneizar un lenguaje.
A partir de la fortaleza del texto, Cacace va reinscribiendo el drama sobre el cuerpo de los actores. Como un colectivo creativo, potencian, complejizan y reviven escénicamente el drama. Sin escenografía y sin maquillaje, salvo unas pocas sillas y la cómoda ropa deportiva que visten, los personajes se van tornando entrañables en la inmensa universalidad de la historia. Mamá, papá, abuela y tíos. Todos están ahí, todos estamos ahí.
Entre lo dicho y lo no dicho, entre el dolor y la esperanza, la acción parte alrededor de Branko y su enfermedad, su diferencia. Como si algo estuviera concentrado, a punto de explotar en sus corazones, los personajes se ponen a correr, caminar, girar. Nunca entran ni salen de escena, permanecen constantemente ahí aunque no participen de la acción; sin embargo su presencia, sus miradas y suspiros al unísono evocan la idea de un coro que refuerza la acción.
¿Cuánto de inspiración hay en los coros de las tragedias y cómo lo incorporas en el montaje?
Durante años fui un enamorado absoluto de la tragedia. Y me parece que acá lo coral tiene un doble juego. Por un lado, permite un coro comentando la acción, como en los clásicos. Por el otro, habla también de una concepción colectiva del trabajo. La decisión de dejar los actores a la vista del público tiene que ver con un disfrute que yo tuve durante los ensayos, y del que no quería privar al espectador: ver a unos apreciando el trabajo de sus compañeros. Hay una circulación muy, pero muy, amorosa entre ellos, un trabajo en red, y está bueno dejar ver cómo la van tejiendo.
Existe cierta tradición en el teatro argentino de retratar familias “disfuncionales”. Pienso en La omisión de la familia Coleman o El loco y la camisa, por nombrar dos obras que se han presentado en Santiago. ¿Cómo te posicionas respecto a estas experiencias previas?
Cuando leí este texto, en ningún momento pensé en hacer algo original, porque esto en Buenos Aires viene funcionando desde los años 90. Pero, a diferencia de cuando la familia es el tema, en esta obra es la base sobre la que están sucediendo una cantidad de otras cosas que se distancian de la familia disfuncional que, según la psicología, sería aquella cuyos vínculos no permiten más que repetir situaciones arcaicas.
Lo interesante es que esta familia no funciona así, ya que hay una palabra que llega en algún momento. Cuando la madre puede nombrar lo que pasa en relación a su hijo, cuando su hijo puede nombrar lo que le pasa a sí mismo en relación a la familia, creo que todos ponen en palabras algo que tal vez hace mucho arrastran. Hay una claridad en la pieza misma, porque cuenta el momento en el que esta familia logra despegar. Alcanza, como decía Chéjov, con plantear el problema, plantear más preguntas que respuestas. Y en ese sentido, se despega muchísimo de otras familias.
Tienen funciones agotadas hasta 2016, han sido reconocidos por la crítica y nominados a premios. ¿Cómo enfrentas el fenómeno que ha generado la obra?
Todo el reconocimiento de afuera, sobre todo aquel institucional a nivel premios y demás, trato de tomarlo como un gesto de cariño, porque luego me importan bien poco esos sistemas ligados a la competencia. Lo que pasa con el público es otra cosa, y me genera una satisfacción muy grande que pase en particular con este proyecto, porque tal vez es el más genuino. Cuando uno no ha especulado con los mecanismos de convocatoria, cuando uno no ha diseñado una obra para que funcione en festivales o funcione como una atracción, cuando simplemente uno ha tratado de ser muy sincero con aquello que estaba haciendo, y el público lo reconoce, entusiasma. La verdad es que dan muchas ganas de salir, caminar, respirar y decir: sí, es así.
Guillermo Cacace, además de ser director, es actor, docente universitario, entrenador de actores y fundador de la sala Apacheta, pequeño teatro que cobijó el impulso de quienes creen y apuestan por el teatro independiente. Con más de diez años de funcionamiento, han sabido elevar esta impronta como un modo para pensar y crear abierto al público.
Parte importante de la actividad teatral que tiene Buenos Aires tiene mucho que ver con la diversidad de espacios y tipos de teatro. ¿Qué significa para ti haber creado la Apacheta?
Es fundamental. Buenos Aires no podría tener la realidad que tiene a nivel teatral si no fuese por el trabajo de los espacios alternativos. Hoy ya no sé si llamarlos independientes, porque ya muchos tenemos subsidios, pero seguimos independientes a nivel creativo.
El teatro alternativo nace, además, como una opción a la escena oficial y a la escena comercial. No es un escalón previo para acceder a una supuesta escena profesional. Somos profesionales del teatro alternativo, y en tanto usina de lenguajes, en tanto lugar de experimentación e investigación, el teatro alternativo sigue teniendo en Buenos Aires una importancia vital. El punto es no confundirlo, e insisto con esta idea, con que sea “el semillero de…”. Si pensáramos en el fútbol, esto no es como jugar en segunda división para pasar a primera. Aquí cada sistema es su primera división en sí mismo.