Griselda Gambaro: “El teatro se muere si no se conecta con lo social”
Dicen que es una de las personas de la cultura argentina más importantes del siglo XX y XXI, y también una de las más difíciles de entrevistar. Así lo confiesa la directora del Museo del Libro y de la Lengua de Buenos Aires, María Pía López, a minutos de inaugurar las Jornadas Griselda Gambaro: escritos sin inocencia. “Es muy reacia, contesta frases muy cortas y cree que las obras se explican por sí solas”, explica ante unas cien personas. Sin embargo, Griselda Gambaro (1928) estaba presente, a su lado, dispuesta a ser entrevistada.
Sus colaboradores y amigos habían llegado hasta ahí para homenajear y reflexionar sobre la obra de quien, consideran, generó el pilar fundamental de la dramaturgia argentina. Cristina Banegas, Laura Yusem, Ricardo Bartís, Rubén Szuchmacher y Guillermo Cacace, entre otros, no ahorraron en elogios para “la Gambaro”, como le dicen cariñosamente.
Hoy, con 87 años, Gambaro no se detiene. Confiesa que sigue guardando un profundo amor por la escritura y un respeto infinito por la lengua. Un flechazo a primera vista desde que empezó a escribir y que la convenció de dedicar su vida a las letras. Como en su casa no había libros, tuvo que buscar otro rincón para cultivar esa pasión. En la Biblioteca Popular Luz de su barrio de Barracas creció perdiéndose en las estanterías. “A veces tardaba tan poco en leer, que me daba vergüenza volver a pedir un préstamo tan pronto”, dice. Gran parte de su escritura fue moldeada por esas primeras lecturas.
Aunque al principio escribir le parecía una “actividad vergonzosa y vergonzante”, fueron justamente la timidez, la inseguridad y la obstinación las que la ayudaron. Los primeros años se dedicó a escribir novelas. La dramaturgia vendría después. “Había escrito algunas obras infames, y después de esos fracasos pasé como cinco años de no preocuparme por el teatro”. Cuando decide reintentar con la escritura dramática lo hizo con Las paredes, escrita en 1963 y estrenada en 1966. Desde ahí no abandonó más el teatro.
No esconde su preferencia cuando le preguntan qué le gusta más. “Creo que quiero más a la novela que al teatro. Pero, ¿sabes por qué? Porque la novela está más tiempo conmigo, tarda años. Yo el teatro lo escribo rápido, entonces está menos”, responde.
Para Gambaro, la novela y el teatro son como dos tipos de respiración. Al teatro siempre necesita visualizarlo, verlo sobre el escenario y corporizar la palabra. Cree que tal distinción puede tener una explicación en su carácter: “soy poco sociable, me cuesta la multitud, y el teatro es una vorágine”. Desde la elección del director a quien confía su texto y de cómo los actores se apropian de los personajes, hasta las reacciones inmediatas del público. “Eso es muy bello”, dice. “Lo único que me importa es que se conserve el pensamiento en la pieza. Toda pieza es una visión del mundo y esa visión me gusta que se conserve”.
Sea teatro o novela, Gambaro les entrega la misma dedicación. “Siempre fui muy celosa de mi tiempo. Nunca tomaba compromisos de ir a fiestas, cumpleaños… Es un trabajo gozoso, pero que cuesta. Había épocas en que me ponía muy inquieta cuando escribía. Ahora me digo a mí misma: ya escribiste mucho, tranquila”.
“En mi casa éramos cuatro mujeres y un varón, y el que estudió fue él. Eso marcó algo… también trabajé en una oficina, donde las mujeres teníamos la misma habilidad, pero el que fue ascendido fue el varón”. Naturalmente eso traspasaría su literatura, pero también sería la antesala de su irrupción en una escena teatral dominada por hombres.
Silvio Lang, experto en la obra de la autora y director de Querido Ibsen: soy Nora, comenta que su emergencia del Instituto Di Tella en los 70’ incitó a que la acusaran de extranjerizante. “Ahí todos los hombres, los machos de la dramaturgia argentina -Ricardo Halac, Tito Cossa, Dragún-, la acusan de beckettiana, pese a que ella nunca había leído hasta ese momento a Becket. Fue un periodo de mucha exclusión. Era la primera mujer que escribía y estrenaba obras, sólo antecedida por Salvadora Medina Onrubia, la abuela de Copi”, recalca Lang.
Ser escritora y romper los moldes de la tradición dramática no fue fácil. Cuando en 1965 estrena El desatino, una amplia polémica la envolvió. No sólo generó un quiebre con los códigos dominantes del costumbrismo, sino que también fue relegada por su estreno en el Di Tella, considerado un reducto snob por muchos autores de izquierda, y por considerar su obra ajena a la realidad social argentina.
Con Los siameses (1967) y El campo (1968) se fue consolidando como una de las autoras más originales y potentes de su tiempo. No fue sino hasta la dictadura militar de Videla que empezó a ser comprendida más allá de su propuesta vanguardista, la cual estaba conectada al contexto local, pero a su modo.
Su novela Ganarse la muerte fue prohibida por la dictadura, por considerarla “contraria a la institución familiar y al orden social”. Con este obstáculo y la compleja situación del país, Gambaro decide partir al exilio en Barcelona junto a su pareja, el escultor Juan Carlos Distéfano. En Europa, Ganarse la muerte fue traducida al francés por una editorial feminista que expuso a la autora a nuevas preocupaciones. “A partir de ese viaje tuve otra visión. Empezaron a surgir en mis obras más personajes femeninos, me importó más, y empecé a estar muy atenta a lo que pasaba con las mujeres”.
Las obras de Gambaro rompieron con una sesgada tradición de personajes femeninos subordinados y marginados. Obras como La malasangre (1981), Antígona furiosa (1986), La señora Macbeth (2002), La persistencia (2004), Querido Ibsen: soy Nora (2013) y El don (2015), impulsaron renovadas formas de pensar lo femenino.
En una sociedad latinoamericana marcada por la violencia de género, donde movimientos como los de Ni una menos claman por permanecer activos, y donde la literatura escrita por mujeres busca hacerse espacio más allá de categorizaciones simplistas, la obra de Gambaro es vigente y necesaria.
Incomprendida en sus inicios, hoy Gambaro es una autora unánimemente aplaudida. Las múltiples lecturas que ha tenido su obra -desde un primer vínculo con tendencias extranjerizantes, como el absurdo, pasando después a un teatro ético- tienden a reducir el alcance y la complejidad de su escritura. La solidez de su obra no admite encasillamientos ni menos interpretaciones concluyentes.
Con una producción imparable -la colección que reúne sus obras de teatro tiene 7 tomos-, la escritura de Gambaro navega por la violencia de las relaciones. La crueldad, la subordinación y el abuso de poder se desenvuelven no sólo en espacios institucionalizados, sino también en los cotidianos, como la familia y el matrimonio.
Con una perspectiva feminista muy intuitiva y personal, Gambaro propone un ejercicio que desplaza la mirada para hacer circular lo fragmentario, lo débil y lo despreciado, tal como explica Silvio Lang en la introducción de El teatro reunido de Griselda Gambaro (Ediciones de la Flor, 2011).
Su mirada crítica, aguda y nunca complaciente sacude, conmueve e irrita. Toda su obra está ineludiblemente articulada con la sociedad. La recorre, la relee y la transgrede. Pero su forma no es inmediata ni facilista. Como dice Gambaro, “el teatro se muere si no se conecta con lo social. No es que lo tenga que hacer de una manera didáctica o polémica, pero lo social está en el primer pensamiento”.