15.1.2015 | None
Crónica de Santiago a Mil por Fundación La Fuente: Cenicienta
“Piensa en tu madre. Solo si no piensas en mí estaré realmente muerta.”
Con este tormento en su corazón –las supuestas últimas palabras de su madre antes de morir- Sandra, la Cenicienta belga posmoderna, debe vivir su vida luchando por no dejar jamás de pensar en ella. Su padre le regala un reloj con alarma, y esa alarma suena cada 5 minutos para que ella recuerde pensar en su madre, día y noche, haga lo que haga.
La cenicienta –el cuento tradicional- tiene varias versiones y formas de contarse. La del francés Charles Perrault es la más conocida y es la que Disney tomó para llevar a dibujos animados (con el hada madrina, la calabaza convertida en carruaje, los ratones en corceles y con una Cenicienta de noble corazón, compasiva y capaz de perdonar). La de los hermanos Grimm, en cambio, es más cruda, con castigos para las hermanastras de la Cenicienta y sin hada madrina, sino que con pajarillos que actúan como la ayuda sobrenatural de la niña.
La versión teatral de Joël Pommerat se sitúa en un tiempo contemporáneo, en una casa de cristal –contra la cual chocan y mueren, día a día, decenas de pajarillos, en un claro guiño a la versión de Grimm. Sin embargo, acá las aves mueren, sin posibilidad de ayudar a Sandra. La madrastra, adicta a las cirugías estéticas y obsesionada con verse más joven que sus hijas, es un personaje oscuro y maligno que, desde el primer momento, establece una lucha de poderes con Sandra, quien no deja de hablar de su madre.
El príncipe, de pequeña estatura, voz andrógina y que no exuda valentía –que se encuentra en las antípodas de todo príncipe azul- vive también a la espera de su madre, de quien recibirá una llamada telefónica. Espera que lleva 10 años. Su padre le ha inventado que la mujer fue de viaje y que no puede regresar por las huelgas. Y que cada vez que lo va a llamar por teléfono, las huelgas impiden la comunicación. El pequeño príncipe, por torpeza o decisión propia, no se cuestiona la ausencia materna y vive, al igual que Sandra, en función de su madre.
Sandra, culposa, vive su vida entre los quehaceres de la casa y la atención a la alarma de su reloj; día tras día, hasta que el hada aparece. Una mujer de habla directa que, entre uno y otro cigarrillo, le habla a Sandra sin lástima ni compasión, sino que empujándola a salir de la oscuridad y estrechez en la que vive. Con un humor a veces infantil, a veces cruel, a veces fino, es quien la convence y la ayuda –con trucos de magia que malamente le resultan- a vestir decentemente para la fiesta que dará el rey por cumpleaños de su hijo. Es también quien comienza a convencerla de que su madre no quisiera verla encerrada entre paredes oscuras, esclavizada por las tareas de la casa.
Las cenicientas clásicas, a diferencia de Sandra, no tienen nombre, y han pasado a ser figuras genéricas representativas de la sumisión, con un destino predeterminado que ellas aceptan sin cuestionamientos. Es el príncipe el que queda embobado con Cenicienta y es él quien decide que se casará con ella. La función de la muchacha es ser bella, con buenos modales y mantenerse así.
Sandra rompe con el personaje pues su obediencia a la madrastra responde solo a su afán de autoflagelación, no a la sumisión frente a los demás. Ya que se siente culpable cada día de su vida, es ella quien decide que se autocastigará; por lo tanto, sus tareas en la casa calzan perfectamente con su objetivo.
Gracias al hada, se da permiso para redirigir su pensamiento hacia el príncipe y se rebela frente a las tareas de la casa. Es ella quien define su destino.
Gracias al hada, también, Sandra conoce la verdad. Las palabras de su madre siempre fueron otras, siempre tuvieron la intención de liberarla: “Cariño, recuérdame siempre, pero recuérdame siempre con una sonrisa.”
La potencia de Cendrillon está en la fuerza de Sandra, en la voz decidida que primero se castiga y luego se libera. Y está también en la conversación que esta apuesta teatral genera con el cuento clásico. Los relatos son coherentes porque siguen la senda del imaginario que ha acompañado a los cuentos de hadas desde hace tres o cuatro siglos. Los problemas y cuestionamientos existenciales humanos siguen ahí, a la espera de que el lector/espectador construya su propia respuesta.