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Delfina Guzmán: “En el teatro encontré el verdadero sentido de pertenencia”


Dice estar desencantada de Chile y sumida en una desconfianza y desinformación total. A sus casi 93 años y en la intimidad de su departamento, la nonagenaria y reconocida actriz repasa algunos hitos de su biografía y carrera de más de seis décadas, hoy en pausa forzada por la pandemia: “Estar lejos de los escenarios me duele tanto como estar lejos de mi familia”, revela.

Por Pedro Bahamondes Chaud / Fotografías de Javiera Eyzaguirre

Nunca fue Antígona, Julieta o Lady Macbeth. No le tocó, pero tampoco buscó ni se esmeró por serlo. No sentía, a diferencia de tantas otras jóvenes de su generación, esa imperiosa necesidad de interpretar a los más grandes y apetecidos roles por las actrices de teatro.

“Recuerdo que un famoso crítico chileno, muy antiguo, escribió en una de sus columnas que le faltaba aún verme en esa tecla, que a mí no me interesaba para nada. Los clásicos no me quitaron nunca el sueño, y ahora de vieja creo que, más que a una de las mujeres de Shakespeare o de la tragedia griega, me quedé con ganas de interpretar a una Ana Frank, por ejemplo, por la potencia, la humanidad y verdad de ese testimonio. Y fíjate que en los años 60, Eugenio Guzmán la montó en el Teatro Experimental y yo quería obtener el papel, pero ya estaba viviendo en Concepción, casada con Gustavo (Meza) y con hijos. Y yo, mijito, antes que actriz, soy madre”, recuerda Delfina Guzmán.

Figura indiscutida del teatro y el cine chileno, ex miembro del colectivo Ictus durante sus años de gloria, rostro inconfundible de las teleseries de TVN y dueña además de una opinión y un humor despiadados y que aún sacan chispas, cuenta que en días de encierro apagó definitivamente la tele, y que casi ya no lee los periódicos. Está enojada con la prensa, los políticos, con el país y con casi todos los que lo dirigen. Dentro de poco la actriz cumplirá 93 años, y en la intimidad del living de su departamento en Santiago dice que los últimos han sido meses difíciles para ella: alejada a la fuerza de su familia y los escenarios, confiesa que le gustaría estar leyendo y actuando más, y recibiendo los aplausos que la pandemia le arrebató.

Al cuidado de Lucy, su enfermera y confidente 24/7, Guzmán advierte previo a esta conversación que su memoria se ha vuelto frágil, y que no recordará nombres, fechas, lugares ni títulos de obras exactos. “Paso días difíciles, confusos. Estar lejos de los escenarios me duele tanto como estar lejos de mi familia, y con todo lo que está pasando no sé si volveré a pisar un escenario, y entro en pánico. Me aterra la idea de no volver a actuar”, revela.

Con más de 150 obras en el cuerpo, su última aparición en escena la hizo en Aliento, el monólogo que Elisa Zulueta escribió especialmente para ella y que debutó en el GAM a fines de 2019. Bajo la dirección de Álvaro Viguera y reestrenada durante el 2020 en una versión filmada en plena pandemia, allí Guzmán interpretó a Lupe, una mujer de 92 años que escribe en escena una carta dirigida a su hija en la que le pide ayuda para morir y marcharse dignamente.

“Me identifiqué mucho con su humor”, cuenta. “La necesidad de partir…, yo comparto mucho eso con ella. Me encontré cara a cara con esa pregunta: ¿cuándo voy a poder decidir en qué momento morir? Una pregunta tan básica, y a la vez tan fundamental. ¿Quién es, a fin de cuentas, dueño de su vida? En un país donde todo se compra y se vende, como este, y a mi edad además, no saber a quién debes responder por tu presencia en el planeta es un atentado a tus derechos humanos. Yo me pertenezco solo a mí, y por eso soy partidaria de la eutanasia y la libre elección a dejar de vivir. No poder decidir sobre eso, tu propia muerte, te quita una parte de la dignidad y del trato que mereces cuando eres viejo”.

¿Compartes esa sensación de agotamiento de la vida con tu personaje de Aliento?

“Yo tengo todas las condiciones para estar en el cielo, en el paraíso realmente, pero fíjate que nunca me había sentido tan rodeada de desinformación como ahora. A los diarios no les creo nada, a la televisión menos, absolutamente nada. Para qué decir a los políticos; los escucho hablar solo de cifras, me enchucho y dejo de escucharlos. No se habla sino de cantidad de números, ¿y en qué nos hemos convertido nosotros también para ellos? En un simple número, y eso me tiene asombrada. Siento que la pandemia marcará un antes y un después en la vida de muchas personas, sobre todo en los más jóvenes, que podrán procesar mejor todo esto que estamos viviendo. ¿Pero y nosotros, los más viejos, alcanzaremos a hacer lo mismo? Lo que invade también a esa mujer, a mí y a muchos otros viejos, es la incertidumbre, la frialdad con que se nos trata y el no saber dónde estamos parados, que es muy parecido a lo que siento.

Te cambiaron de un día para otro el país donde naciste y has vivido toda tu vida…

¡Ab-so-lu-ta-men-te! Eso es lo que me tiene, como te digo, asombrada, descolocada. Me siento enferma de falta de pertenencia, que no pertenezco a este lugar. Nicanor Parra decía: “Chile es un paisaje”. No pretendo contradecirlo, pero para mí Chile se transformó en una tienda. Lo único que se hace en este país es comprar y vender. Pareciera que hubiese alguien sosteniendo toda esta situación de incertidumbre y enjambre que se ha vuelto todo desde el estallido social. Y para qué decir con la pandemia, que ha quedado en evidencia cuánto les sirve tenernos bajo control y sin derecho alguno a pataleo. En otros tiempos no tan antiguos fue igual y por asuntos políticos que hoy son médicos, pero el control es el mismo, mijito. Ese cuento es muy viejo en este país, y yo honestamente no pensé que volvería a vivirlo. Me da hasta vergüenza que me oigas hablar así y que pienses que tal vez solo soy una vieja mañosa, pero así me quiere mi familia y la gente, y así es como creo que me van a recordar también.

¿Cómo es hacer teatro a tu edad, qué complejidades tiene?

“Memorizar es cada vez más difícil para mí, por no decir imposible. He llegado a comprender ese proceso como algo colectivo y guiado por tu equipo. Es la experiencia que más me enriquece; volver a trabajar con otros. Lo que más quiero en la vida es reencontrarme con mis compañeros de trabajo, poderlos sentir dar pasos junto a mí en un mismo proyecto. Me han preguntado mucho por esto de actuar y entregar todo a través del Zoom y la tecnología, y yo la verdad no me atrevo a decir que lo encuentro una huevá con patas, porque yo sé que hay gente que no tiene hoy otra forma de hacerlo, aunque a mí me satisface realmente. Yo echo mucho de menos el escenario, ese aliento que me da el público y que he sentido durante más de 60 años de mi vida dedicados al teatro, que no son pocos. Te voy a decir una cosa: yo me casé y separé dos veces, y con lo único que me quedé, y a pesar de las pataletas de mi familia, de que me quitaron a mis hijos y de que perdí a mis dos maridos por ser actriz, fue con el teatro. Qué irónico todo, ¿no?”.

¿En algún momento te arrepentiste del camino que tomaste?

“No, nunca, aunque quizás sí de la forma en que lo hice. Para mis papás nunca fue fácil asumir que yo iba a ser actriz, y encima egresada de la Universidad de Chile y no de la Católica, que fue como darle la espalda a lo que ellos consideraban ‘nuestra clase’. Yo era demasiado porfiada, distinta a ellos, y además se me ocurrió ser actriz estando casada por primera vez con un caballero muy estupendo y de apellido Eyzaguirre. Él me mostró el mundo, y en esos años subí por primera vez también a un escenario, y no podía creer lo que me pasaba. Vi todo de nuevo, la realidad se me transformó, volaban pájaros y la imaginación me golpeaba la cabeza. Compartir con otros compañeros esa misma experiencia era algo mágico. Y sigue siéndolo”.

Tus primeros años como actriz los volcaste a tu trabajo junto al TUC (Teatro Universitario de Concepción). ¿Qué recuerdos guardas de ese periodo?

“Recuerdo esos años con mucho cariño. Conocí este país haciendo teatro para la gente, pues buscábamos llevar obras de teatro a todas las provincias y localidades cercanas dentro de la zona, que es lo que aún está en deuda y cuesta muchísimo hacer. Además, éramos un elenco compuesto por miembros de un grupo de teatro aficionado de Concepción, y otro de egresados de la Universidad de Chile, entre los que estaban Jaime Vadell, Nelson Villagra, Shenda Román y yo, además de Gustavo Meza, que nos dirigía. La idea de juntar ambos elencos era excepcional, y provocaba un cruce muy interesante entre la formación y vocación de ser actores. Veo mucho de eso en los jóvenes. Traen aún más incorporada la idea de lo colectivo, y el teatro se trabaja con los mismos códigos de hermandad que los de una célula criminal, que se alimenta de pactos y lealtades. Aquí la lealtad y el pacto lo son también todo”.

Integraste también durante varios años el grupo Ictus, cuyo método creativo se sostenía precisamente en lo colectivo. ¿Qué aprendizaje te dio tu paso por ahí?

“Yo creo que fueron mis mejores años en el teatro, aunque los recuerdo poco, cada vez menos. Fíjate que sí me acuerdo que mi llegada al Ictus fue gracias a Víctor Jara, que se había enterado de que el Teatro Universidad de Concepción se iba a dividir o a reorganizar. Yo me quería venir de vuelta a Santiago por mis hijos mayores, obvio, y allá en el sur volví a ser mamá otras dos veces. Tenía cuatro hijos, me había separado dos veces y necesitaba encontrar mi lugar, que estaba por supuesto aquí, donde viví siempre. Y bueno, a Víctor justamente lo conocí algunos años antes pues él vivía en la calle Huelén, en un departamento cerca de la casa de mi papá. Nos conocimos en la calle, haciendo tonteras, pero después empezamos a reunirnos en torno a personas como Jodorowsky y otros personajes bien atípicos para esa época. Un día él me invitó a participar de una obra que estaba dirigiendo en el Ictus, La maña, que fue además única vez que trabajé con él y mi debut en la compañía. Fueron muchos años, y tuvimos grandes éxitos, como Tres tristes tigres, o La manivela, y siempre me sentí tan parte y de una pertinencia tan grande en todo lo que proponía o tenía que decir, que éramos todos primos o hermanos. Fue mi mejor aprendizaje: el sentido de comunidad. Pudieron ser más años en el Ictus, pero tuvimos muchas diferencias con Nissim, que ya no vale la pena recordar. A mí me impactó mucho su muerte, y así hayamos terminado distanciados, lo considero uno de los grandes, sino el mejor director que tuve en teatro. En cine, por supuesto fue Raúl Ruiz”.

¿Qué papeles tuyos en tablas son los que más recuerdas?

“Ya de vieja, tengo muy presente el de La grabación (2013), donde interpreté a una amiga mía, Marta Rivas. Fue muy complejo pero a la vez muy rico el ejercicio de mirar a un cercano, rodearlo y dejar que se manifieste a través tuyo. Si escarbo un poco en los años, me acuerdo mucho también de cuando hicimos la Niñamadre de Egon Wolff en el Teatro de Concepción. Fue poco después del terremoto del 60, dirigía Gustavo Meza, que por entonces era mi marido, y actuaba Shenda Román en el rol principal, que estaba muy bien. Yo tenía que interpretar a una mujer de unos 50 años, y con 30 y pocos no tenía idea de cómo hacerla, qué gestos ponerle ni cómo hacerla hablar. Nos trajeron los textos, empezamos a ensayar, yo entré al escenario con el libreto en mis manos y empecé a abanicarme con él, quizás porque era verano. Ahí supe que ese era el gesto que debía tener también mi personaje. Esta mujer vive acalorada de tanto bochorno, pensé, y es un detalle precioso y que muestra una etapa en la vida de las mujeres que es invisible e incómoda. Los personajes están hechos de detalles como ese, que los hacen únicos”.

¿Ha cambiado tu visión del teatro en 60 años?

“Siempre cambia, y porque uno mismo sigue cambiando. Pero hay cosas que se mantienen siempre, y que yo espero que permanezcan siempre de igual forma. Por ejemplo, el teatro sigue siendo un juego para mí, y ahora que estoy vieja es vital que así lo sea. El teatro sigue siendo también una caja de resonancia; dice cosas que otras manifestaciones no, y aborda temas de tal forma que, de no ser puestas sobre un escenario, no tendrían sentido. Más en lo personal, te diría que nunca dejó tampoco de ser mi lugar, mi hábitat. En el teatro encontré un verdadero sentido de pertenencia, que ni mi familia ni el país ni nada ni nadie me habían hecho sentir. Por eso ahora, que estoy alejada del escenario y que siento esta no pertenencia a nada, más me doy cuenta de que esa carencia en mi vida la llenaba el teatro. Y me ha hecho muchísima falta”.

¿Cómo convives con la proximidad de la muerte?

“Ha ido cambiando a medida que avanzo, y la verdad es que ya no veo la muerte como una pesadilla o solo como el ‘final inevitable’, sino como uno apropiado. Dejé de preguntarme cuándo y cómo será, si acaso me va a doler o si estaré durmiendo. No sé qué me va a pasar, y en eso está el misterio, pero es distinto cuando piensas en la muerte como un alto a la vida, como le ocurre a la Lupe en Aliento. Ese fue, como Delfina Guzmán, mi punto de encuentro y empatía con ella, y desde ahí entré en ese personaje. Esa ha sido mi forma siempre, desde la fibra y lo que nos puede hermanar con cada uno de los personajes que nos toca interpretar. Fíjate que, a pesar de haber estudiado en la Universidad de Chile y mucho a Stanislavski, siempre fui desapegada del método. Yo veía a muchas otras en esa línea, y ninguna de esas era yo, que siempre fui una actriz de mucha más pasión que rigor”.

Alguna vez dijiste que te escondías y evadías tu propia vida en la ficción. ¿Lo sigues creyendo así?

“Hoy estoy más enchufada con mi vida de vieja mañosa de 92 años, mijito, pero durante mucho tiempo pensé que la vida al interior de una obra podía ser bastante enigmática y fascinante que la realidad misma. Y fíjate que yo era una niña rica; mi mamá no era demasiado derrochadora, tú sabes que las pitucas son súper avaras, pero nosotros teníamos juguetes, y hartos. Ni uno me gustaba más que la idea de inventar una historia de cero y entrar en otra dimensión. Convertirte en otra persona que no eres y en compañía de otros, todos en sintonía, es para mí aún más fascinante que cualquier otro juego. Y me hizo conocerme mucho. El teatro fue para mí un despertar hacia un mundo fascinante de imaginería, de cuentos, de historias. Fui muy feliz en el teatro, y me hizo aprender a vivir distinto. Mi forma de conectarme con otros cambió. Nunca me había sentido más segura, porque todos eran como yo y queríamos, buscábamos lo mismo”.

Isidora Aguirre hablaba de la “incompatibilidad” entre ser escritora y mujer de teatro con la de ser mujer, esposa y encima madre a la vez. ¿Cómo lo viviste tú?

“Nunca me sentí postergada como mujer. Esta pregunta me la hicieron días atrás y el periodista me abrió tanto los ojos que parece que no me creyó: en días de ensayos y funciones, yo llevaba a mis hijos al camarín y ellos se quedaban ahí, durmiendo siesta, como cualquier niño al que no le quedaba otra que acompañar obligadamente a su mamá al trabajo. En Concepción me pasó igual: los bañaba mientras me aprendía los textos, que pegaba en las paredes. La maternidad es lejos lo más importante para una mujer, y para mí lo fue con porrazos y todo, pero mis hijos me armaron por dentro y por fuera. Yo no habría podido ser la actriz que soy, con lo bueno y lo malo que he hecho, de no ser por ellos.

¿Sentiste o fuiste víctima alguna vez del machismo en el teatro?

“Voy a ser bien fresca, pero es la verdad. Tú sabes que esto me ha traído muchos problemas: he dicho hasta el cansancio que el feminismo me carga, porque yo lo he pasado maravilloso por ser mujer. Hasta los 14 años estuve en un colegio de monjas, monjas españolas encima, de las peores, y ahí sí que lo pasé pésimo por ser distinta. Siempre fui muy inquieta, corretona, un poquito insolente incluso. Y mi mamá, que siempre fue muy machista, luchó incansablemente para tenerme controlada pero nunca lo consiguió. Lo que te quiero decir es que ese control y la sensación de estar siendo evaluada por ser mujer la sentí siempre mucho más desde las mismas mujeres que de los hombres. En el teatro, en cambio, nunca vi nada de eso. Es cierto que a veces los hombres levantaban más la voz, dirigían más, tenían más fama y se sentían, al parecer, más capaces que las mujeres para lidiar con todo eso. Pero, ese es el argumento absurdo que los hombres siempre usan para auto validarse. Quiero decirte esto con mucho cuidado, para no pasar a llevar a nadie: yo estoy consciente de que muchas actrices y mujeres en general se han visto en situaciones incomodísimas por el desatino de algunos hombres, pero hoy más que nunca hay formas de frenarlo, salir de ahí y denunciarlo”.

¿En qué lugar de tu corazón se aloja hoy el teatro?

En el mismo, mijito. Mi corazón se divide en tres elementos esenciales, como la Santísima Trinidad: mi familia, Chile y el teatro. A los tres los critico y descuero incluso, pero lo son todo para mí. Son tres vínculos distintos; de sangre, por la tierra en que naciste y el camino que decidiste seguir, en mi caso como actriz, que es y ha sido siempre mi verdadera militancia.


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