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[Crítica escénica] Holzfällen (Tala): el capital es una planta procesadora de arte


[Crítica escénica] Holzfällen (Tala): el capital es una planta procesadora de arte

Este texto fue creado en el Taller de Crítica a cargo de Javier Ibacache, el cual forma parte de las actividades de LAB Escénico del Festival Santiago a Mil 2018. Por esto mismo, los comentarios que aparecen a continuación son de exclusiva responsabilidad de su autora, y no corresponden necesariamente a la opinión de Fundación Teatro a Mil.

Por Macarena Ribera

Próximos a finalizar esta gran fiesta del teatro que es Santiago a Mil, se presentó en el Teatro Municipal de Santiago Holzfällen (Tala), del aclamado director polaco Krystian Lupa.

Este trabajo, basado en la novela del austríaco Thomas Bernhard, se puede considerar un manifiesto artístico contra la instrumentalización del arte por las instituciones, y por los mismos artistas, que usan su fama o influencia para acceder a puestos de poder traicionando muchas veces sus principios éticos y estéticos.

Esta premisa puede parecer osada, pero también lo es su puesta en escena en la que Lupa despliega una serie de mecanismos que caracterizan al llamado teatro contemporáneo, pero que de ningún modo hacen sombra en el contundente mensaje de esta gran obra.

Ya en el hall del teatro vemos en pequeñas pantallas a una mujer, una actriz, suponemos, dando una entrevista. Al entrar a sala la pantalla domina la escena y, gracias a los subtítulos, nos enteramos que es Joana Thul, una actriz y coreógrafa austriaca hablando a un periodista sobre su taller consistente en “enseñar a caminar a los actores”, pues como dice: “los actores concentrados en sus textos no tienen piernas…yo quiero darles piernas a los personajes”.

Lamentablemente su deseo jamás se cumplirá.

Al terminar aquella video-entrevista nos encontramos de pronto con un gran dispositivo sobre el escenario: una enorme caja de vidrio que parece ser una celda, una vitrina o una pecera y que contrasta totalmente con la materialidad de su interior; habitada de felpas, copas de cristal y un elegante piano de cola.

A un costado del escenario, y fuera de aquel cubo, un hombre cómodamente sentado en un sillón nos cuenta que ésta es la casa de los Auersberger, artistas mediocres y pasados de moda a quienes desprecia profundamente; él un compositor alcohólico y su esposa una cantante lírica que nunca se destacó demasiado, entre otros muchos comentarios en los que no oculta su odio hacia la pareja.

Pero, ¿quién es este actor-personaje-relator? ¿Por qué nos describe con tanta saña uno a uno los personajes que van llegando a esta extraña casa?

Como en el juego de “teatro dentro del teatro” asistimos a una suerte de “novela dentro del teatro”, ya que quien nos relata lo que va sucediendo sería el autor de la novela que da vida a esta pieza teatral, Thomas Bernhard (fallecido en 1989).

A partir de aquí hay un  punto de no retorno entre el tiempo narrado, el tiempo vivido y el tiempo soñado. El tiempo literalmente se va apoderando de la sala.

Los Auersberger han invitado a Bernhard y a otros amigos artistas a una cena con motivo de la muerte de Joana Thul, quien se ha suicidado hace poco en su pueblo natal. Veinte o treinta años han pasado desde que Bernhard ha dejado de frecuentarlos, hastiado de ver en lo que sus otrora compañeros de ruta se estaban convirtiendo.

El grupo que tiene delante de sí no hace más que confirmar su opinión. En el salón de música de la elegante casa vienesa, convergen dos escritoras ya maduras, una más exitosa o egocéntrica que la otra, un pintor surrealista, la ex pareja de Joana, un tapicero que no tiene nada que ver con el mundo del arte, dos escritores jóvenes que se han integrado hace poco a aquel selecto círculo y los dueños de casa, quienes esperan a un afamado actor del Teatro Nacional para servir la cena. El tiempo corre.

El discurso de este personaje-relator se vuelve cada vez más ácido para con sus colegas, a quienes describe como mediocres y decadentes, seres hipócritas capaces de vender su alma por aparecer en los medios y obtener algún reconocimiento oficial que les permita un digno estipendio estatal. El texto así relatado se transforma en una crítica, una queja, un grito desesperado por llevar el arte nuevamente a la labor de guía social y cultural de los pueblos. No es casualidad entonces que asistamos a un funeral.

Mediante el dispositivo audiovisual presenciamos el funeral de Joana (la artista que quería devolverle las piernas a los actores) y seguimos el cortejo fúnebre junto a sus antiguos colegas: ¿es la muerte del arte la que estamos presenciando? No, esa ya fue anunciada hace mucho tiempo; al parecer lo que hoy nos convoca es la muerte del artista.

En nuestro inconsciente colectivo, por llamarlo de algún modo, la idea de artista nos aparecía con un halo de misterio, mezcla de admiración y compasión por aquel ser iluminado e incomprendido; ése que podía ver lo que otros no veían y plasmarlo en sus obras. Quizás la figura de Van Gogh es la que mejor representa la figura del Artista con mayúscula; el que vivió vida y arte como una sola manifestación, aquel genio jamás reconocido y rechazado por todos los comerciantes de arte y galerías de París y que coincidentemente terminó suicidándose al no poder soportar el peso de las verdades que tenía ante sí.

No es extraño entonces que, junto a Frida Kahlo, sean las figuras artísticas más reproducidas en llaveros, poleras, gorros y otros objetos, pues el mercado de los bienes de consumo se ha adueñado de ese áura de genialidad y rebeldía que los rodea. Eso que es único los transforma en íconos de una cultura que ya no existe, pero que podemos traer de vuelta aunque sea de manera efímera adquiriendo un póster con sus rostros.

Nos apartamos un poco del análisis técnico de la obra, para situarnos en el plano discursivo de ésta que, creemos, es la más importante para  su director Krystian Lupa.

En una entrevista el director ha afirmado que “el peligro del arte es que se prostituya con la política; es la amenaza del conformismo, la influencia del mundo privado y público a través del dinero, es la tendencia a caer en lo snob”, y ésta es precisamente la crítica y el llamado que hacen tanto Bernhard como Lupa: proteger al arte de las garras del mercado, que transforma a los artistas en productores en vez de creadores.

En este sentido resulta interesante observar a los dos escritores jóvenes que asisten a la cena, que entre paréntesis, ya ha sido servida, pues ha hecho su aparición el invitado estrella, el actor principal del Teatro Nacional, quien llega a ser en extremo auto referente y grandilocuente, sacando carcajadas al público, inquieto ante tanta frustración.

Ambos, que bordean los treinta, escuchan atentamente los recuerdos y las ilusiones rotas de estos viejos que ya no tienen nada nuevo que ofrecer, salvo vivir recordando sus pasadas glorias o manteniendo sus antiguas  rencillas ego-artísticas. Pero su interés es totalmente falso, no hacen más que reírse abiertamente, por ejemplo, de la búsqueda de la verdad escénica del actor, quien ha sido capaz de irse a vivir semanas enteras a la montaña en condiciones precarias para encontrar “la verdad” de su personaje e interpretarlo desde ahí.

Sin embargo, en un aparte ofrecido por la pantalla, vemos que para ellos esa búsqueda de la verdad artística es hoy en día ridícula pero profundamente envidiable. Al estar solos hablan de la sensación de vacío que los embarga, tienen miedo de mostrar su trabajo a los demás, notan la falta de discurso en sus obras. “Me siento engañado y ni siquiera sé por quién” confiesa uno. Ellos quieren tocar algo de la gloria aunque sea añeja de éstos héroes caídos, pero sólo conocen la vanidad, el vacío y el individualismo que incluso los lleva a elucubrar la idea del suicidio como una forma de llegar a la fama. Entonces surge la frase que hemos escuchado antes en la obra, pero que aquí cobra una fuerza lapidaria: “si no puedes dar lo mejor de ti, entonces da lo peor”.

Esta obra de Lupa no nos deja indiferentes. Es una profunda reflexión sobre el devenir del arte en el nuevo  siglo, donde la globalización ha sido clave para comprender procesos tan siniestros como necesarios para la sobrevivencia de los artistas, dominados hoy por la llamada economía creativa. Joana Thul tal vez quería devolverle las piernas a los artistas para que se levantaran y movilizaran contra esto, pero hoy se necesita you-tube, patrocinadores, autogestión, fondos concursables, mánagers, curadores y portafolios para servir a una burocracia sin límites que cortó las piernas de los artistas y los introdujo en esta máquina productora de arte.

Crédito foto: Natalia Kabanow

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