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[Crítica escénica] Die Odyssee: Perder al padre, perder el ideal


[Crítica escénica] Die Odyssee: Perder al padre, perder el ideal

Este texto fue creado en el Taller de Crítica a cargo de Javier Ibacache, el cual forma parte de las actividades de LAB Escénico del Festival Santiago a Mil 2018. Por esto mismo, los comentarios que aparecen a continuación son de exclusiva responsabilidad de su autor, y no corresponden necesariamente a la opinión de Fundación Teatro a Mil.

Por Alejandro Palma

Con un montaje dinámico e intenso, el mismo que lo ha posicionado como uno de los directores más sugestivos de Alemania, Antú Romero (34) llega por primera vez a Latinoamérica con Die Odyssee, una revisión volátil de la epopeya homérica que sitúa en el centro de la escena la disputa cultural entre padre e hijos.

La pieza se construye desde un escenario limpio y lúgubre, adornado en su centro con el retrato fotográfico de un melancólico Kirk Douglas (interpretó a Odiseo en el filme de 1954), mientras se reproduce el clásico adagio de Albinoni; en él aparecen frente a un ataúd dos hombres que desconocen el vínculo entre sí, Telémaco y Telégono despidiendo a su padre muerto. Este encuentro en torno a Odiseo resulta en apariencia cómico, debido a la disrupción continua de los sentidos que se despliegan en la puesta en escena. Además de la decoración y la música, que exhiben la incoherencia desde el inicio, los personajes visten de traje, se comportan de una manera tosca, hablan en una lengua extraña y compiten por demostrar quién es el mejor representante del ideal heroico.

El juego que instalan los actores a través de la teatralización –la cual se agudiza a lo largo del montaje– impide cualquier aproximación entre la figura siempre ausente del padre (alegoría de un ideal muerto) y el deseo de los hijos por representar sus grandes historias. Ninguno puede ser portador del virtuosismo del héroe, ya que la obra se plantea desde esa contradicción: las acciones de Telémaco y Telégono se convierten en actos fallidos que se proyectan hacia la composición y organización total del montaje, que apuesta por la fragmentación y pluralidad de significados sin despojarse de ese marco.

En la línea discursiva en que se posiciona Romero, quien decide releer un clásico y cuestionar su validez ética y estética desde la actualidad, el texto homérico funciona como una excusa y pierde su importancia al quedar reducido a un conflicto padre-hijos (Telégono, por ejemplo, no figura en la Odisea). Hay algunas referencias concretas al viaje del mítico héroe que aportan a la configuración de la derrota moral, cultural e histórica de los medios hermanos –y de una generación, se podría sostener–, sin embargo éstas se aluden más bien para ridiculizar un imaginario estereotipado de “lo griego” que se sustenta, asimismo, en una mirada conservadora de lo que debiera ser este tipo de relaciones. Es decir, del delirio por la ausencia de un patriarca, de una constante admiración per se hacia su figura y de la posterior rebelión contra su poder simbólico al saberse una unión imposible.

A medida que se define esta conversión de los valores representados por Odiseo –primero búsqueda y luego supresión de éstos–, los dos antihéroes se desplazan como un sujeto único hacia el polo opuesto sugerido al comienzo; pasando de ser dos individuos que quieren perpetuar el ideal frente a la pérdida, terminan exhibiendo un culto trivial a la masculinidad, un rito grotesco a la imagen del cuerpo, una exploración ambigua de su voz interior y una simbiosis vaga entre las tradiciones que están en disputa.

Con la puesta de Die Odyssee asistimos a un espectáculo que tensiona sus distintos elementos para generar un fragoroso efecto final: los personajes, brutalizados en su humanidad, derrumban las paredes del escenario y arrancan dos motosierras con las que destruyen el ataúd del padre y se lanzan amenazantes al público con toda su violencia vacía.

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